Enric Mompó

 

El espontaneísmo en la revolución española*

 

 

 

 

 

El espontaneísmo es uno de los fenómenos más  complejos de analizar en la historia. Unos nos hablan de los “grandes personajes”, conocemos su pensamiento y sus ambiciones, que representan los intereses de las clases dirigentes de la sociedad. Otros estudian la historia a través de las organizaciones políticas, partidos, sindicatos, parlamentos... Sin embargo apenas se ha profundizado en la conciencia, en los deseos y en la forma de pensar de la inmensa mayoría de la sociedad, a menudo encorsetada y ahogada por el pensamiento oficial. El estudio de la vida cotidiana es un campo relativamente nuevo entre los historiadores, a pesar de que en ella, podemos encontrar muchas de las claves que nos pueden ayudar a entender los procesos históricos. Existen todavía muchos prejuicios de los investigadores hacia este campo de estudio. Con frecuencia los estudiosos tratan los hechos cotidianos y espontáneos bajo el peso deformador de una forma de pensamiento estrecha y dogmática. Para algunos el espontaneísmo es una especie de panacea contra los males de la humanidad; otros lo menosprecian hasta el punto de considerar que la historia la deciden siempre pequeñas minorías dotadas de un objetivo y una voluntad, mientras que el resto de la sociedad se reduciría a un conjunto amorfo que como marionetas, obedece los designios de las élites. Ambas concepciones son erróneas porque simplifican los procesos históricos y los reducen a una visión estereotipada.

A lo largo del siglo XX ha habido numerosas revoluciones sociales en todo el planeta. Sin duda alguna, la española figura entre las más emblemáticas y polémicas. El espontaneísmo es uno de sus rasgos más significativos, y es a través de él, que podemos llegar a resolver en gran manera muchas de las polémicas que todavía surgen en torno a ella. No por casualidad, el historiador francés Pierre Broué calificó la revolución española como “la hidra sin cabeza”. La rusa, como la alemana, contaron con grupos que encarnaron la conciencia de la aspiraciones de las masas. Por el contrario, en la española existe un profundo corte entre las demostraciones espontáneas de éstas y las organizaciones de la época. Esta característica pone al descubierto un campo de estudio en el que pocos se han aventurado a fondo. La mayor parte de la obra de la revolución española no figuraba en los programas de los partidos y sindicatos. La clase obrera y el campesinado pobre crearon organismos políticos y económicos prácticamente de la nada, por su propia iniciativa, sin esperar a que nadie les marcara el camino.

Este carácter espontáneo nos puede ayudar a comprender el grado y la naturaleza de su conciencia como individuos, pero también como clase social. Gracias a él podemos entender sus aspectos positivos, pero también sus prejuicios e ingenuidades. La revolución española es uno de los mejores ejemplos que conocemos para estudiar el fenómeno, su naturaleza, sus virtudes, y también sus limitaciones.

 

PRECEDENTES

 

El espontaneísmo en la revolución española no surge de la nada. Existen numerosos precedentes en el período prerrevolucionario. La moderada política del Partido Socialista en los años anteriores, entre 1931 y 1936, coaligado con los republicanos, provocó en numerosas ocasiones las movilizaciones espontáneas de las clases populares en el campo y en las ciudades, exasperadas por la lentitud y la ineficacia de las reformas.

Contrastando con el PSOE, el anarcosindicalismo (CNT) y concretamente su expresión faísta (FAI), hizo un verdadero culto al espontaneísmo, convencido de que la revolución sólo podía llevarse a cabo a través de la acción consciente de pequeñas minorías de militantes, que debían limitarse a provocar la respuesta de la población trabajadora. Los primeros rechazaban la acción directa y pretendían alcanzar sus objetivos a través de los métodos parlamentarios; los segundos rechazaban la organización consciente de las masas. La verdad es que fueron las condiciones miserables en las que vivían los trabajadores, las causas de que intentaran  solucionar los problemas por su propia cuenta. La tímida reforma agraria, por ejemplo, iniciada con el primer gobierno republicano socialista (1931-1933), estuvo acompañada con frecuencia con ocupaciones de tierras y con sangrientos choques con la guardia civil. Faltos de organizaciones capaces de encauzar y sostener sus luchas, los choques acabaron frecuentemente en derrotas, ante un adversario mucho mejor preparado.

Podríamos escribir un libro entero, si quisiéramos detallar todas las expresiones espontáneas de los trabajadores españoles en el período prerrevolucionario. Las limitaciones de este trabajo nos impiden extendernos todo lo que quisiéramos. Por lo tanto nos vamos a centrar en dos momentos cumbres del proceso, en el que la acción espontánea desbordó a sus organizaciones y dirigentes: el octubre asturiano de 1934 y el período comprendido entre el triunfo del Frente Popular  y el estallido de la guerra civil (entre febrero y julio de 1936).

En el primer caso, la convocatoria de los socialistas de una huelga general pacífica, para frenar el acceso de la derecha al gobierno (que ellos consideraban la antesala del fascismo), fue contestada por los mineros asturianos con la insurrección. La derecha (CEDA) había despreciado las amenazas de los dirigentes socialistas de desencadenar la revolución, conscientes de que todo iba a quedar en meras palabras.

Sin embargo no contaron con que los trabajadores (especialmente los asturianos) sí que estaban dispuestos a llegar hasta el final, ante lo que consideraban una amenaza mortal contra ellos mismos y sus organizaciones. Mientras en el resto del estado, la izquierda (a excepción de la mayoría de la CNT que se mantenía neutral y se desentendía de lo que hicieran los socialistas y el resto de las organizaciones obreras) fracasaba o se limitaba a seguir la huelga general convocada por el PSOE y la UGT. Los mineros asturianos, dirigidos por sus partidos y sindicatos locales) tradujeron la llamada de sus dirigentes en un alzamiento revolucionario. En pocas horas, los mineros armados con algunos fusiles y los tradicionales cartuchos de dinamita, se adueñaron de la región venciendo a los cuerpos policiales y acorralando a los efectivos militares en sus cuarteles. Inmediatamente surgieron por doquier organismos locales (Alianzas Obreras) que sustituyeron al Estado y administraron el nuevo orden revolucionario.

Crearon milicias, aseguraron la llegada de víveres a las poblaciones, organizaron milicias y mantuvieron en funcionamiento las fábricas y las minas. Construyeron camiones y blindados, e incluso llegaron a fabricar combustible a partir del carbón, para paliar la falta de gasolina. La Comuna, a pesar de estar aislada del resto del país, consiguió sobrevivir durante más de quince días, frente a las tropas del gobierno, más numerosas, y mejor armadas y organizadas.

Mucho podríamos hablar de estos acontecimientos, pero el espacio del trabajo no nos lo permite. Es necesario aclarar que el ascenso de la derecha no fue detenido ni por las amenazas de los dirigentes socialistas, ni por la huelga general, menos todavía por la neutralidad de la CNT (salvo en Asturias, donde desobedeció las directrices de sus dirigentes estatales). Fue la Comuna la que hirió de muerte los planes de la reacción.

A pesar de la derrota de los revolucionarios, su gesta hizo posible el triunfo de la izquierda en las elecciones de febrero de 1936. Paradójicamente, la bandera del Frente Popular, defendida o apoyada por todas las organizaciones obreras sin excepción, era la antítesis de lo que había representado la insurrección de Asturias. La fractura que se abría entre los dirigentes obreros y sus bases, pronto iba a surgir de nuevo a través de la acción espontánea de los trabajadores.

Con la victoria electoral de la izquierda, la promesa de amnistía para los 30.000 presos de octubre, fue llevada a cabo de forma inmediata por las masas revolucionarias. Las cárceles fueron asaltadas sin esperar ni siquiera a que se formara el nuevo gobierno. Entre febrero y julio, pese a las llamadas a la moderación del Frente Popular, las huelgas, las movilizaciones y las ocupaciones de tierra se sucedieron ininterrumpidamente. La situación se agravó en los últimos meses

“En junio-julio se registró un promedio de diez a veinte huelgas diarias. Hubo días con 400.000 a 450.000 huelguistas. Y el 95% de las huelgas que tuvieron lugar entre febrero y julio de 1936 fueron ganadas por los obreros. Grandes manifestaciones obreras desfilaban por las calles exigiendo pan, trabajo, tierra, aplastamiento del fascismo y victoria total de la revolución... La ocupación de las calles, de las empresas y de las tierras, la incesante acción huelguística, impulsaban al proletariado urbano y agrícola hacia formas más elevadas de la lucha política” (CLAUDÍN, Fernando. “La crisis del movimiento comunista” pág. 174).

De esta manera el proletariado urbano y el campesinado pobre expresaban su voluntad de no esperar a que el gobierno cumpliera sus tímidas promesas de reforma. La creciente inestabilidad y la incapacidad manifiesta del gobierno del Frente Popular para controlar la situación reflejaba que la República se había convertido en una ficción, que ya no representaba los intereses de ninguna clase social.

 

LAS JORNADAS DE JULIO

 

La sublevación militar se llevó a cabo con el convencimiento de que su acción iba a ser un simple paseo triunfal hacia el poder. El ejército, encarnando los intereses de las clases propietarias, exigía la reforma autoritaria de la república y los mecanismos necesarios para poner fin a la amenaza revolucionaria. Sin embargo el paseo triunfal pronto se convirtió en una larga y sangrienta guerra civil. En las primeras semanas del conflicto, la geografía social de la zona republicana experimentó una extraordinaria mutación. Las instituciones del Estado quedaron reducidas a una sombra fantasmal. Todo el territorio se cubrió de una multitud de organismos revolucionarios que se rápidamente se convirtieron en el único poder real reconocido por la población. La economía se colectivizaba, mientras lo que quedaba del antiguo ejército y de la policía era sustituido por improvisadas milicias. ¿Qué había pasado?

Si nos atenemos a los programas políticos y sindicales, o a la prensa partidaria, comprobaremos que nada de esto estaba previsto. Los comités revolucionarios, las colectivizaciones,... no formaban parte del proyecto de ninguna organización. Todas ellas sin excepción tardaron semanas en reaccionar, y cuando lo hicieron fue de forma empírica y desordenada. Los partidos y sindicatos adheridos al Frente Popular se aferraban a su alianza con el desmantelado gobierno republicano. La izquierda socialista navegaba sin programa, adaptándose a las presiones que recibía. El PCE chocaba con una revolución que no entraba en sus esquemas, dictados desde el Kremlin. El anarcosindicalismo, dueño de la situación en Catalunya y en otras zonas, sin programa y sin política para enfrentarse al reto del poder, se vería obligado a improvisarla mediante pactos con sus aliados coyunturales. Fruto de este malabarismo, sus líderes se negaron a tomar el poder allí donde las masas revolucionarias se lo habían entregado. Pero, como tampoco podían devolvérselo a las antiguas autoridades como si nada hubiera pasado, se aprestaron a crear un organismo contradictorio que dirigió durante tres meses la vida en la Catalunya revolucionaria.

 

EL COMITÉ CENTRAL DE MILICIAS ANTIFASCISTAS

 

En los primeros momentos de la sublevación militar, la improvisación, la confusión y la falta de criterios claros hizo que ciudades como Zaragoza y Sevilla cayeran en manos de los golpistas. Algunos historiadores han atribuido el fracaso inicial de la sublevación a la intervención de los sectores del ejército, de la policía y de la guardia civil que se mantuvieron fieles al gobierno. Otros consideran que fue el protagonismo de los militantes revolucionarios el que impidió el triunfo del golpe.

Las dos versiones tienen una parte de verdad y las dos se equivocan. Es cierto que en algunas ciudades como Barcelona, el decantamiento de la guardia civil hacia el lado republicano fue un factor de suma importancia, pero no lo es menos que  las vacilaciones de sus miembros fueron neutralizadas por el ardor de los trabajadores revolucionarios al enfrentarse a las columnas del ejército. Sin la presión de éstos últimos es más que dudoso que los restos del ejército y de los cuerpos policiales hubiera continuado dando su fidelidad a un gobierno moribundo, que había perdido todo el poder. Otro hecho que acabaría con sus planes de recuperar el control de la situación la rápida descomposición de las tropas que le habían sido fieles, contagiadas por el entusiasmo revolucionario.

En algunas ciudades, como Barcelona, los obreros consiguieron apoderarse de las armas almacenadas en los cuarteles abandonados por el ejército. A partir de aquel momento, armados y sintiéndose los dueños de la situación, los trabajadores revolucionarios se negarían a dejarse arrebatar un triunfo que consideraban suyo, en manos de un gobierno en el que no confiaban, y al que consideraban responsable de que la sublevación militar hubiera podido hacerse fuerte en algunas zonas del país. Las instituciones republicanas desprestigiadas y sin sus fuerzas coercitivas, se derrumbaron sin poder oponer ninguna resistencia seria. “¿Dónde se encontraba, pues, el Estado Mayor de la 'chusma'? En realidad, no había Estado Mayor, sino una iniciativa descentralizada, animada por los sindicatos obreros, por los comités revolucionarios de barriadas, y por la fuerza entusiasta de una multitud de mujeres, hombres y chiquillos que acechan al enemigo, que toma la decisión de levantar barricadas aquí y más allá, poniendo en cada adoquín que se pasa en cadena de mano en mano, un propósito de aplastar a los sublevados” (ABEL PAZ, “Durruti. El proletariado en armas” pág. 352)

La negativa de las organizaciones obreras a asumir el poder que tenían en sus manos, fue el detonante para que en la zona republicana aparecieran una multitud de cantones, dirigidos por improvisadas juntas, que suplantaron al gobierno, hasta su reconstrucción posterior. Al mismo tiempo, los militantes de base de los partidos y sindicatos obreros procedieron a crear comités revolucionarios en los pueblos y en las ciudades. Desaparecido el gobierno en la práctica, la dualidad de poderes quedó establecida entre los dirigentes, dispuestos a mantener sus compromisos con el Frente Popular, y las bases que habían empezado a desarrollar, de forma espontánea, su revolución.

“En esas primeras semanas posteriores al 20 de julio, ni siquiera los partidos y organizaciones controlaban a sus afiliados” (DIEGO ABAD DE SANTILLÁN, “Por qué perdimos la guerra” pág. 93)

 

EL ESPONTANEÍSMO POLÍTICO

 

La descomposición del aparato estatal facilitó la aparición de los organismos revolucionarios. Sin embargo esto no presupone que existiera una conciencia clara en la vanguardia obrera de la necesidad de acabar con la República. Los militantes libertarios o socialistas desconfiaban del gobierno, pero también eran conscientes de que sus organizaciones lo apoyaban, o colaboraban con él. Al fin y al cabo, la hegemonía estaba en manos de los partidos y sindicatos obreros, y los políticos republicanos ya no tenían ningún peso político, no representaban ninguna amenaza, al contrario de lo que ocurría con los militares sublevados.

Los comités aparecieron de forma espontánea. La prueba de ello fue su heterogeneidad, sus distintos nombres y sus variadas maneras de funcionar. Sin embargo tenían algo en común: su voluntad de poder, organizando la lucha contra el enemigo, persiguiendo a sus simpatizantes, creando tribunales populares, administrando la vida cotidiana en sus localidades, encargándose del abastecimiento de víveres para la población. Eran una especie de gobiernos en miniatura. G. Munis los llamó “comités-gobierno”, para reflejar su decidida voluntad de implantar un nuevo orden revolucionario

“El hombre común tuvo pues, la impresión de que no sólo era el amo de las empresas abandonadas, sino también de las instituciones municipales o privadas abandonadas o paralizadas” (VICTOR ALBA “El obrero colectivizado” pág. 73).

En pocas semanas, el instinto revolucionario de los trabajadores realizó las tareas democráticas pendientes que la República no había podido, o no había querido, completar en sus cinco años de existencia. Los militantes obreros de base no dudaron en ejercer el poder de la dictadura revolucionaria a nivel local, que sus dirigentes rechazaban.

Es este carácter espontáneo el que pone en evidencia  el carácter socialista de la revolución española.

“De todas las alternativas posibles, escogieron la que mejor reflejaba sus deseos y que les parecía que respondía a sus intereses: convertirse en los amos. En la calle, millares de obreros tenían armas. En el lugar del trabajo tendrían las fábricas. Sin las armas, eso no hubiese sido posible. Con las armas solas, nada habría cambiado. Los trabajadores, sin necesidad de que nadie les diera instrucciones, comprendieron que las dos cosas estaban relacionadas” (VICTOR ALBA, “El obrero... pág. 65).

Algunos historiadores han criticado la labor de los comités por los excesos cometidos. Sin embargo es necesario analizar los hechos dentro del marco de una situación de vacío de poder estatal, en medio de una guerra, proclive a que se desatara el odio acumulado por siglos de explotación y de miseria: Con frecuencia los comités revolucionarios chocaron con la incomprensión, sino hostilidad de sus dirigentes. No hubo ningún partido o sindicato, dispuesto a convertirlos en la estructura básica del poder revolucionario, como había pasado con los soviets en Rusia. Los socialistas de izquierda se dejaban arrastrar por la oleada, pero no estaban dispuestos a romper su alianza con los republicanos, para precipitarse hacia la  revolución. Sin criterios definidos, su máximo dirigente, Largo Caballero, esperaba que el agotamiento de sus socios les entregaría el gobierno como una fruta madura. Los comités no dejaban de ser un mal menor que había impedido la victoria inicial de los sublevados, pero que debían desaparecer para dar paso a una nueva República reconstruida. Los comunistas negaban contra toda evidencia el carácter socialista de la revolución, y consideraban que los comités eran el fruto de los excesos radicales de las masas engañadas por la demagogia anarcosindicalista y poumista. La CNT y la FAI abogaban por la esencia sindicalista de la revolución. En su esquema, los comités no jugaban ningún papel concreto. Los sindicatos eran los verdaderos canales de expresión de los trabajadores.

Algunos políticos de la época afirmaron que las estructuras soviéticas eran extrañas al carácter de la revolución española. Si observamos la naturaleza de los comités observaremos muchas similitudes. Entre ellas su vocación de poder. ¿Cuáles eran entonces las diferencias? Principalmente su incapacidad para transformarse en un poder estructurado de abajo hacia arriba. Pero esto no era algo innato en ellos, sino una consecuencia de la negativa de las organizaciones obreras a transformarlos en la piedra maestra del poder revolucionario. El espontaneísmo había alumbrado el nacimiento de los comités, al calor de la revolución, pero hacía falta algo más para que pudieran dar el salto cualitativo que los habría llevado del poder local, a convertirse en un verdadero poder estatal. En algunas zonas los comités llegaron a crear coordinadoras, pero estos casos fueron en realidad la excepción que confirma la regla. El paso a una federación estatal estaba bloqueado. Aunque los militantes de base se aferraran a sus comités y desconfiaran de las llamadas de sus dirigentes a aceptar la autoridad del gobierno, no podían oponerse indefinidamente sin enfrentarse también a sus propias organizaciones.

“Así también, poco a poco, los comités dejaron de ser verdaderos organismos revolucionarios, por no haberse transformado en 'comités de alianza', en los cuales la acción de los obreros y de los campesinos, a medida que nos alejamos de las jornadas revolucionarias y del ejercicio del poder en la calle por los trabajadores en armas, se dejó sentir cada vez menos, y en los cuales, por el contrario, la influencia de los aparatos de los partidos y sindicatos se volvió preponderante”.

El triunfo inicial de los revolucionarios en la mayor parte del país dio lugar a un vasto fenómeno que transformó la sociedad española. Sin embargo la victoria no había sido total y el ejército sublevado empezó a tomar posiciones. La revolución ahora también había que defenderla en el campo de batalla. En pocos días, se formaron milicias que sustituyeron al ejército. Su origen improvisado reflejó también las aspiraciones y la conciencia de la vanguardia obrera, sus aspiraciones igualitarias, pero también sus errores e ingenuidades. Las columnas revolucionarias evitaron cualquier referencia que recordase al viejo ejército. Desaparecieron los distintivos de mando, los galones y los saludos militares, los problemas de funcionamiento, la elección de los mandos... eran discutidos y votados en asamblea entre todos los milicianos. Para los interesados en el tema vale la pena recordar la obra de George Orwell: “Homenaje a Catalunya”. Se cometieron muchos errores e ingenuidades que luego serían utilizados por los detractores de las milicias para desacreditarlas. Es incontestable que las milicias tenían que superar sus limitaciones en el campo de batalla, y para ello tenían que transformarse en un ejército regular. Esas debilidades fueron utilizadas por sus adversarios para presionar a favor de la reconstrucción del Ejército Popular Republicano. El problema era que la transformación se hizo liquidando su contenido. El nuevo ejército carecía de la naturaleza revolucionaria de las milicias, que reflejaba los deseos de emancipación de la militancia obrera. El Ejército Popular era un calco del viejo ejército, mantenía el viejo código militar, los galones y los privilegios de los mandos, se prohibieron las asambleas y también toda actividad política en sus filas, la autoconciencia revolucionaria de los milicianos fue sustituida por la disciplina ciega del ejército tradicional. A pesar de todo nadie puede negarle a las milicias es que fueron ellas las que impidieron una victoria rápida del ejército franquista, superando con su entusiasmo, sus limitaciones frente a un adversario mejor armado y organizado.

 

EL ESPONTANEÍSMO ECONÓMICO

 

Si resulta sorprendente el alcance y la profundidad de la obra revolucionaria de los trabajadores, resulta tanto o más observar las consecuencias que tuvo en el campo económico. Es en este campo donde mejor queda demostrado el carácter socialista de la revolución española. La clase obrera y los campesinos sin tierra iniciaron por su propia cuenta un vasto movimiento de expropiaciones y de colectivización de la economía. Una vez más, los partidos y sindicatos no jugaron ningún papel en los primeros momentos.

“En aquel momento no teníamos la menor intención de ocupar, expropiar o colectivizar ninguna fábrica. Pensábamos que el levantamiento sería rápidamente aplastado y que todo quedaría más o  menos igual que antes. ¿De qué iba a servir entusiasmarse con las colectivizaciones si todo iba a terminar otra vez en manos del anterior sistema capitalista” (RONALD FRASER “Recuérdalo tú y recuérdaselo a otros” (I) pág. 316).

Los partidos socialista y comunista no eran partidarios de socializar la economía. Partidarios del Frente Popular, la oleada de expropiaciones, protagonizadas en muchos casos por sus militantes de base, cuestionaba su política moderada. Ante el vacío dejado por la huida de los empresarios las colectivizaciones tenían el mérito de evitar que la república se hundiera por el desorden económico, pero en el momento de la paz, las empresas tenían que ser devueltas a sus antiguos propietarios, siempre que se demostrara que no habían colaborado en la sublevación militar. El anarcosindicalismo, desorientado por la vertiginosa evolución de la situación, había aceptado posponer la revolución para el futuro y convivir (mientras durara la guerra) con el viejo aparato de Estado republicano. Con esta perspectiva, los objetivos inmediatos eran exclusivamente la lucha contra los sublevados.

Significativamente el primer folleto que la FAI publicó en Barcelona no salió a la luz hasta el día 26 de julio, una semana después del triunfo sobre el ejército. En la hoja se hablaba de aplastar al fascismo, pero no hacía ninguna referencia sobre la economía revolucionaria.

“Ni la CNT regional de Catalunya, ni su federación local, ni la FAI, impartieron en sus primeras declaraciones, los objetivos de la nueva estructura económica que había empezado a construirse... fue una obra de completa espontaneidad” (VICTOR ALBA, “el obrero...”).

Es necesario conocer como se desarrollaron los hechos para entender el verdadero significado del espontaneísmo, si pena de caer en exageraciones o idealizaciones que nada tienen que ver con la realidad histórica.

Acabados los combates de julio, los sindicatos desconvocaron la huelga general, para que los trabajadores pudieran volver a sus centros de trabajo y reiniciar la producción, tan necesaria en aquellos momentos para acabar rápidamente con la guerra. Con la vuelta al trabajo los obreros descubrieron que la mayoría de los empresarios, por temor a las represalias, habían huido. Si los antiguos directivos no se presentaban era necesario volver a trabajar y constituir una nueva dirección. Sólo días después, al comprobar que los dueños seguían sin volver y que la producción continuaba, empezaron a ser conscientes de las consecuencias del paso que habían dado.

“(Lo que quería la clase obrera)... era tener el salario asegurado en ausencia de quien tradicionalmente lo pagaba. Buscó esta seguridad, no en medidas gubernamentales, sino en sus propias medidas. Los obreros, de momento no pensaron en ejercer este poder que les daba el tener armas y el haber ganado las jornadas más que en una cuestión, la de asegurarse el salario del sábado siguiente”. (VICTOR ALBA, Op. Cit., pág. 62).

La iniciativa partió de los militantes obreros, seguidos por el resto de los trabajadores. Los comités encargados de dirigir la producción fueron elegidos en asambleas, en las que se procuró integrar a los sindicatos minoritarios. Las propuestas para poner en marcha las empresas partieron de los mismos trabajadores, mientras que las orientaciones de los sindicatos no llegarían hasta días después.

“Cada día que pasaba, la ciudad caía más, bajo el control de la clase obrera. El transporte público funcionaba, las fábricas trabajaban, las tiendas estaban abiertas, los abastecimientos de víveres llegaban sin novedad, el teléfono funcionaba también, el suministro del agua y gas igualmente, todo ello organizado y llevado, en mayor o menor medida, por los propios trabajadores ¿A qué se debía que así fuera? Los principales comités de la CNT no habían dado ninguna orden en tal sentido” (RONALD FRASER, Op. Cit. (I) pág. 187).

Resulta extraordinario estudiar los testimonios que hablan de los profundos cambios que la colectivización provocó en la conciencia de los trabajadores. Los obreros y los campesinos pobres presintieron que los nuevos acontecimientos significaban un cambio profundo en sus vidas. Con la derrota de los militares sublevados y la huida de los patronos llegaba la oportunidad, durante tanto tiempo esperada, de liberarse de tantos siglos de explotación.

“Era increíble, era la prueba práctica de lo que uno conoce en teoría: el poder y la fuerza de las masas cuando se echan a la calle. De pronto todas sus dudas se esfuman, dudas sobre como hay que organizar a la clase obrera y a las masas, sobre como pueden hacer la revolución en tanto que no se hayan organizado. De repente sientes su poder creador. No puedes imaginarte cuan rápidamente son capaces de organizarse las masas. Inventan formas de hacerlo que van mucho más allá de lo que jamás hayas soñado o leído en los libros. Lo que ahora hacía falta era aprovechar la iniciativa, canalizarla, darle forma”. (RONALD FRASER Op. Cit. (I) pág. 188).

Los trabajadores, armados y sintiéndose vencedores, comprobaron que las fábricas podían funcionar perfectamente sin sus antiguos propietarios. Por primera vez se sentían que eran ellos mismos los que decidían su propio futuro. Fue este entusiasmo y la creciente conciencia que despertaba la nueva situación la que hizo que aquel caos inicial funcionara, como una máquina perfectamente engrasada.

“En Catalunya donde yo me encontraba, he visto crearse una industria de guerra como por arte de brujería... (el proletariado) estaba dispuesto para realizar este milagro, que pueblos en plena paz y con medios económicos adecuados no logran realizar en mucho tiempo, y más aún, sin ingenieros en las fábricas, con solo dos o tres en la comisión de industrias de guerra, y aquellas fábricas y talleres tan rápida y perfectamente transformados funcionaban admirablemente, aumentando cada día la producción en términos insospechados, creándose las más difíciles actividades industriales, gracias a la iniciativa particular de los obreros catalanes” (FELIPE DÍAZ SANDINO, Diario personal, pág. 182).

El fenómeno colectivizador de la industria tuvo su paralelo en el campo. El campesinado sin tierra vió en la revolución la posibilidad histórica de apoderarse de ella, y llevó a cabo sus expropiaciones sin esperar las directrices de nadie. En las zonas latifundiarias del país que habían quedado en el campo republicano y en los territorios recuperados al enemigo, los campesinos desestimaron el reparto de la tierra en pequeñas parcelas individuales, totalmente antieconómicas, y apostaron por la colectivización. La vieja tradición anarquista, y en menor medida la socialista, influyeron en esta decisión. Algunos críticos sugieren que las colectividades fueron creadas por la dictadura de los extremistas. Es cierto que hubo excesos y coacciones en algunos lugares sobre los campesinos partidarios del repartido individual de la tierra. Pero la acusación se cae por su propio peso. A partir de la segunda mitad de 1937, cuando la revolución ya había sido derrotada por los partidarios de la República, las colectividades fueron agredidas en varias ocasiones. Los campesinos fueron invitados a abandonarlas para repartirse la tierra de forma individual, y sin embargo las colectividades sobrevivieron y el gobierno tuvo que dar marcha atrás, so pena de que la cosecha se perdiera porque los campesinos no estaban dispuestos a recogerla. Si hubieran sido un invento artificial de los revolucionarios, que no recogía los deseos y las aspiraciones del campesinado pobre, habrían desaparecido rápidamente sin dejar huella, y sin embargo, la mayor parte de ellas sobrevivieron hasta el final de la guerra.

De la misma forma que en la ciudad, las comunas agrícolas funcionaron de forma asamblearia. En las reuniones participaban todos los miembros de la localidad, incluidos los vecinos que habían optado por la vía individualista. Se hicieron gran cantidad de experimentos, muchos de ellos ingenuos, que reflejaban el deseo de emancipación y de igualdad de los campesinos. En muchos lugares el dinero fue sustituido por vales, en la creencia de que éste era la causa de la explotación y de todos los males de la antigua sociedad. Sin duda se cometieron errores, pero sí algo quedó demostrado durante sus tres años de existencia es que funcionaron, y de que llegaron a ser vitales para la economía republicana. Las circunstancias en las que aparecieron, limitadas en un principio al marco de las empresas, hizo que nacieran entre muchos trabajadores, no la idea de que las colectivizaciones pertenecían a toda la nueva sociedad revolucionaria, sino que ellos eran sus exclusivos propietarios. Algunos calificaron esta actitud corporativa como “capitalismo popular”. La nueva estructura económica todavía estaba a caballo entre la vieja sociedad capitalista y el nuevo orden económico que debía formarse a partir de la revolución. La falta de un sistema económico socialista coherente hacía que convivieran colectividades ricas con las pobres, y que esto se tradujera en diferencias salariales.

Los sectores más conscientes intentaron corregir la situación, a través de cajas de compensación, encargadas de redistribuir de forma igualitaria los beneficios de las empresas, para evitar que se reprodujera la vieja sociedad que acababan de abolir. También se estructuraron federaciones industriales que pretendían reorganizar la  industria bajo formas socialistas.

Lo que nos interesa en cualquier caso es determinar el significado, el alcance y también las limitaciones que el espontaneísmo marcó en las colectivizaciones. Vale la pena destacar que su principal limitación no era de índole económico, sino político. No existía un poder que buscara la transformación de las colectividades en un sistema económico coherente, estructurado, planificado y controlado democráticamente por los trabajadores. La transformación económica no podía completarse si no lo hacía también el poder político. Las características del sistema colectivista no podían ser de otra forma, habían nacido espontáneamente, en una situación excepcional de guerra y revolución. Los rasgos socialistas y autogestionarios forzosamente tenían que combinarse con las expresiones corporativistas. No podemos especular qué habría ocurrido en el caso de que la revolución no hubiera sido derrotada. Podemos especular, pero eso, en cualquier caso está fuera de la historia.

La revolución española es una cantera extraordinariamente rica para el estudio del espontaneísmo como fenómeno histórico. Este trabajo es tan solo una pequeña aproximación al tema, que en el futuro debe de ser desarrollado por los nuevos historiadores. A través del proceso revolucionario nos encontramos hechos y situaciones que nos llenan de estupor y de admiración. La espontaneidad nos permite comprender sin ninguna clase de filtros la verdadera conciencia de los trabajadores que vivían en aquel lugar y en aquel momento determinado. Cuales eran sus deseos y aspiraciones. Podemos comprender la naturaleza, el alcance y  también los límites de la obra revolucionaria. En cualquier caso, sean cuales sean las conclusiones que extraigamos de su estudio, es una cura de humildad para los historiadores, y para todos aquellos que de una forma u otra, nos sentimos comprometidos con la lucha por una sociedad más humana y más justa.

Barcelona, 30 de marzo de 2001

Enric Mompó Universidad de Barcelona

 

 

* Balance. Cuadernos de historia; hbalance@wanadoo.es; http://es.geocities.com/hbalance2000