El
espontaneísmo es uno de los fenómenos más
complejos de analizar en la historia.
Unos nos hablan de los “grandes personajes”, conocemos su pensamiento
y sus ambiciones, que representan los intereses de las clases dirigentes de la
sociedad. Otros estudian la historia a través de las organizaciones políticas,
partidos, sindicatos, parlamentos... Sin embargo apenas se ha profundizado en
la conciencia, en los deseos y en la forma de pensar de la inmensa mayoría de
la sociedad, a menudo encorsetada y ahogada por el pensamiento oficial. El
estudio de la vida cotidiana es un campo relativamente nuevo entre los
historiadores, a pesar de que en ella, podemos
encontrar muchas de las claves que nos pueden ayudar a entender los procesos
históricos. Existen todavía muchos prejuicios de los investigadores hacia este
campo de estudio. Con frecuencia los estudiosos tratan los hechos cotidianos y
espontáneos bajo el peso deformador de una forma de pensamiento estrecha y dogmática.
Para algunos el espontaneísmo es una especie de panacea contra los males de la
humanidad; otros lo menosprecian hasta el punto de considerar que la historia
la deciden siempre pequeñas minorías dotadas de un objetivo y una voluntad,
mientras que el resto de la sociedad se reduciría a un conjunto amorfo que como
marionetas, obedece los designios de las élites. Ambas concepciones son
erróneas porque simplifican los procesos históricos y los reducen a una visión
estereotipada.
A lo largo del
siglo XX ha habido numerosas revoluciones sociales en todo el planeta. Sin duda
alguna, la española figura entre las más emblemáticas y polémicas. El
espontaneísmo es uno de sus rasgos más significativos,
y es a través de él, que podemos llegar a resolver en gran manera muchas de las
polémicas que todavía surgen en torno a ella. No por casualidad, el historiador
francés Pierre Broué calificó la revolución española como “la hidra sin
cabeza”. La rusa, como la alemana,
contaron con grupos que encarnaron la conciencia de la aspiraciones de las
masas. Por el contrario, en la española existe un profundo corte entre las
demostraciones espontáneas de éstas y las organizaciones de la época. Esta
característica pone al descubierto un campo de estudio en el que pocos se han
aventurado a fondo. La mayor parte de la obra de la revolución española no
figuraba en los programas de los partidos y sindicatos. La clase obrera y el
campesinado pobre crearon organismos políticos y económicos prácticamente de la
nada, por su propia iniciativa, sin esperar a que nadie les marcara el camino.
Este carácter
espontáneo nos puede ayudar a comprender el grado y la naturaleza de su
conciencia como individuos, pero también como clase social. Gracias a él
podemos entender sus aspectos positivos, pero también sus prejuicios e
ingenuidades. La revolución española es uno de los mejores ejemplos que
conocemos para estudiar el fenómeno, su naturaleza, sus virtudes, y también sus
limitaciones.
PRECEDENTES
El
espontaneísmo en la revolución española no surge de la nada. Existen numerosos
precedentes en el período prerrevolucionario. La moderada política del Partido
Socialista en los años anteriores, entre 1931 y 1936, coaligado con los
republicanos, provocó en numerosas ocasiones las movilizaciones espontáneas de
las clases populares en el campo y en las ciudades, exasperadas por la lentitud
y la ineficacia de las reformas.
Contrastando
con el PSOE, el anarcosindicalismo (CNT) y concretamente su expresión faísta
(FAI), hizo un verdadero culto al espontaneísmo, convencido de que la
revolución sólo podía llevarse a cabo a través de la acción consciente de
pequeñas minorías de militantes, que debían limitarse
a provocar la respuesta de la población trabajadora. Los primeros rechazaban la
acción directa y pretendían alcanzar sus objetivos a través de los métodos
parlamentarios; los segundos rechazaban la organización consciente de las
masas. La verdad es que fueron las condiciones miserables en las que vivían los
trabajadores, las causas de que intentaran solucionar los problemas por
su propia cuenta. La tímida reforma agraria, por ejemplo, iniciada con el
primer gobierno republicano socialista (1931-1933), estuvo acompañada con
frecuencia con ocupaciones de tierras y con sangrientos choques con la guardia
civil. Faltos de organizaciones capaces de encauzar y sostener sus luchas, los
choques acabaron frecuentemente en derrotas, ante un adversario mucho mejor
preparado.
Podríamos
escribir un libro entero, si quisiéramos detallar todas las expresiones
espontáneas de los trabajadores españoles en el período prerrevolucionario. Las
limitaciones de este trabajo nos impiden extendernos todo lo que quisiéramos.
Por lo tanto nos vamos a centrar en dos momentos cumbres del proceso, en el que
la acción espontánea desbordó a sus organizaciones y dirigentes: el octubre
asturiano de 1934 y el período comprendido entre el triunfo del Frente
Popular y el estallido de la guerra civil (entre febrero y julio de
1936).
En el primer
caso, la convocatoria de los socialistas de una huelga general pacífica, para
frenar el acceso de la derecha al gobierno (que ellos consideraban la antesala
del fascismo), fue contestada por los mineros asturianos con la insurrección.
La derecha (CEDA) había despreciado las amenazas de los dirigentes socialistas
de desencadenar la revolución, conscientes de que todo iba a quedar en meras
palabras.
Sin embargo no
contaron con que los trabajadores (especialmente los asturianos) sí que estaban
dispuestos a llegar hasta el final, ante lo que consideraban una amenaza mortal
contra ellos mismos y sus organizaciones. Mientras en el resto del estado, la
izquierda (a excepción de la mayoría de la CNT que se mantenía neutral y se
desentendía de lo que hicieran los socialistas y el resto de las organizaciones
obreras) fracasaba o se limitaba a seguir la huelga general convocada por el
PSOE y la UGT. Los mineros asturianos, dirigidos por sus partidos y sindicatos
locales) tradujeron la llamada de sus dirigentes en un alzamiento
revolucionario. En pocas horas, los mineros armados con algunos fusiles y los
tradicionales cartuchos de dinamita, se
adueñaron de la región venciendo a los cuerpos policiales y acorralando a los
efectivos militares en sus cuarteles. Inmediatamente surgieron por doquier
organismos locales (Alianzas Obreras) que sustituyeron al Estado y
administraron el nuevo orden revolucionario.
Crearon
milicias, aseguraron la llegada de víveres a las poblaciones, organizaron
milicias y mantuvieron en funcionamiento las fábricas y las minas. Construyeron
camiones y blindados, e incluso llegaron a fabricar combustible a partir del
carbón, para paliar la falta de gasolina. La Comuna, a pesar de estar aislada
del resto del país, consiguió sobrevivir durante más de quince días, frente a
las tropas del gobierno, más numerosas, y mejor armadas y
organizadas.
Mucho
podríamos hablar de estos acontecimientos, pero el espacio del trabajo no nos
lo permite. Es necesario aclarar que el ascenso de la derecha no fue detenido
ni por las amenazas de los dirigentes socialistas, ni por la huelga general,
menos todavía por la neutralidad de la CNT (salvo en Asturias, donde
desobedeció las directrices de sus dirigentes estatales). Fue la Comuna la que
hirió de muerte los planes de la reacción.
A pesar de la
derrota de los revolucionarios, su gesta hizo posible el triunfo de la
izquierda en las elecciones de febrero de 1936. Paradójicamente, la bandera del
Frente Popular, defendida o apoyada por todas las organizaciones obreras sin
excepción, era la antítesis de lo que
había representado la insurrección de Asturias. La fractura que se abría
entre los dirigentes obreros y sus bases, pronto iba a surgir de nuevo a través
de la acción espontánea de los trabajadores.
Con la
victoria electoral de la izquierda, la promesa de amnistía para los
30.000 presos de octubre, fue llevada a cabo de forma inmediata por las masas
revolucionarias. Las cárceles fueron asaltadas sin esperar ni siquiera
a que se formara el nuevo gobierno. Entre febrero y julio, pese a las llamadas
a la moderación del Frente Popular, las huelgas, las movilizaciones y las
ocupaciones de tierra se sucedieron ininterrumpidamente. La situación se agravó
en los últimos meses
“En
junio-julio se registró un promedio de diez a veinte huelgas diarias. Hubo días
con 400.000 a 450.000 huelguistas. Y el 95% de las huelgas que tuvieron lugar
entre febrero y julio de 1936 fueron ganadas por
los obreros. Grandes manifestaciones obreras desfilaban por las calles
exigiendo pan, trabajo, tierra, aplastamiento del fascismo y victoria total de
la revolución... La ocupación de las calles, de las empresas
y de las tierras, la incesante acción huelguística, impulsaban al proletariado
urbano y agrícola hacia formas más elevadas de la lucha política” (CLAUDÍN,
Fernando. “La crisis del movimiento comunista” pág. 174).
De esta manera
el proletariado urbano y el campesinado pobre expresaban su voluntad de no
esperar a que el gobierno cumpliera sus tímidas promesas de reforma. La
creciente inestabilidad y la incapacidad manifiesta del gobierno del Frente
Popular para controlar la situación reflejaba que la República se había convertido
en una ficción, que ya no representaba los intereses de ninguna clase social.
LAS JORNADAS
DE JULIO
La sublevación
militar se llevó a cabo con el convencimiento de que su acción
iba a ser un simple paseo triunfal hacia el poder. El ejército, encarnando los
intereses de las clases propietarias, exigía la reforma autoritaria
de la república y los mecanismos necesarios para poner fin a la amenaza
revolucionaria. Sin embargo el paseo triunfal pronto se convirtió en una larga
y sangrienta guerra civil. En las primeras semanas
del conflicto, la geografía social de la zona republicana experimentó una
extraordinaria mutación. Las instituciones del Estado quedaron reducidas a una
sombra fantasmal. Todo el territorio se cubrió de una multitud de organismos
revolucionarios que se rápidamente se convirtieron
en el único poder real reconocido por la población. La economía se
colectivizaba, mientras lo que quedaba del antiguo ejército y de la policía era
sustituido por improvisadas milicias. ¿Qué había pasado?
Si nos atenemos
a los programas políticos y sindicales, o a la prensa partidaria, comprobaremos
que nada de esto estaba previsto. Los comités revolucionarios, las
colectivizaciones,... no formaban parte del proyecto de ninguna organización.
Todas ellas sin excepción tardaron semanas en reaccionar, y cuando lo hicieron
fue de forma empírica y desordenada. Los partidos y sindicatos adheridos al
Frente Popular se aferraban a su alianza con el desmantelado gobierno
republicano. La izquierda socialista navegaba sin programa, adaptándose a las
presiones que recibía. El PCE chocaba con una revolución que no entraba en sus
esquemas, dictados desde el Kremlin. El anarcosindicalismo, dueño de la
situación en Catalunya y en otras zonas, sin programa y sin política para enfrentarse
al reto del poder, se vería obligado a improvisarla mediante pactos con sus
aliados coyunturales. Fruto de este malabarismo, sus líderes se negaron a tomar
el poder allí donde las masas revolucionarias
se lo habían entregado. Pero, como tampoco podían devolvérselo
a las antiguas autoridades como si nada hubiera pasado, se aprestaron a crear
un organismo contradictorio que dirigió durante tres meses la vida en la
Catalunya revolucionaria.
EL COMITÉ
CENTRAL DE MILICIAS ANTIFASCISTAS
En los
primeros momentos de la sublevación militar, la improvisación, la confusión y
la falta de criterios claros hizo que ciudades como Zaragoza y Sevilla cayeran
en manos de los golpistas. Algunos historiadores han atribuido el fracaso
inicial de la sublevación a la intervención de los sectores del ejército, de la
policía y de la guardia civil que se mantuvieron fieles al gobierno. Otros
consideran que fue el protagonismo de los militantes revolucionarios el que
impidió el triunfo del golpe.
Las dos
versiones tienen una parte de verdad y las dos se equivocan. Es cierto que en
algunas ciudades como Barcelona, el decantamiento de la guardia civil hacia el
lado republicano fue un factor de suma importancia, pero no lo es menos
que las vacilaciones de sus miembros fueron neutralizadas por el ardor de
los trabajadores revolucionarios al enfrentarse a las columnas del ejército.
Sin la presión de éstos últimos es más que dudoso que los restos del ejército y
de los cuerpos policiales hubiera continuado dando su fidelidad a un gobierno
moribundo, que había perdido todo el poder. Otro hecho que acabaría con sus
planes de recuperar el control de la situación la rápida descomposición de las
tropas que le habían sido fieles, contagiadas por el
entusiasmo revolucionario.
En algunas
ciudades, como Barcelona, los obreros consiguieron apoderarse de las armas
almacenadas en los cuarteles abandonados por el ejército. A partir de aquel
momento, armados y sintiéndose los dueños de la situación, los trabajadores
revolucionarios se negarían a dejarse arrebatar un triunfo que consideraban
suyo, en manos de un gobierno en el que no confiaban, y al que consideraban
responsable de que la sublevación militar hubiera podido hacerse fuerte en
algunas zonas del país. Las instituciones republicanas desprestigiadas y sin
sus fuerzas coercitivas, se derrumbaron sin poder oponer ninguna resistencia
seria. “¿Dónde se encontraba, pues, el Estado Mayor de la
'chusma'? En realidad, no había Estado Mayor, sino una iniciativa
descentralizada, animada por los sindicatos obreros,
por los comités revolucionarios de barriadas,
y por la fuerza entusiasta de una multitud de mujeres, hombres
y chiquillos que acechan al enemigo, que toma la decisión de levantar
barricadas aquí y más allá, poniendo en cada adoquín que se pasa
en cadena de mano en mano, un propósito de aplastar a los sublevados”
(ABEL PAZ, “Durruti. El proletariado en armas” pág. 352)
La negativa de
las organizaciones obreras a asumir el poder que tenían en sus manos, fue el
detonante para que en la zona republicana aparecieran una multitud de cantones,
dirigidos por improvisadas juntas, que
suplantaron al gobierno, hasta su reconstrucción posterior. Al mismo tiempo,
los militantes de base de los partidos y sindicatos obreros procedieron a crear
comités revolucionarios en los pueblos y en las ciudades.
Desaparecido el gobierno en la práctica, la dualidad de poderes
quedó establecida entre los dirigentes, dispuestos a mantener sus compromisos
con el Frente Popular, y las bases que habían empezado a desarrollar, de forma
espontánea, su revolución.
“En esas
primeras semanas posteriores al 20 de julio, ni siquiera los partidos
y organizaciones controlaban a sus afiliados” (DIEGO ABAD DE SANTILLÁN, “Por
qué perdimos la guerra” pág. 93)
EL
ESPONTANEÍSMO POLÍTICO
La descomposición
del aparato estatal facilitó la aparición de los organismos revolucionarios.
Sin embargo esto no presupone que existiera una conciencia clara en la
vanguardia obrera de la necesidad de acabar con la República. Los militantes
libertarios o socialistas desconfiaban del gobierno, pero también eran
conscientes de que sus organizaciones lo apoyaban, o colaboraban con él. Al fin
y al cabo, la hegemonía estaba en manos
de los partidos y sindicatos obreros, y los políticos republicanos ya no tenían
ningún peso político, no representaban ninguna amenaza, al contrario de lo que
ocurría con los militares sublevados.
Los comités
aparecieron de forma espontánea. La prueba de ello fue su heterogeneidad,
sus distintos nombres y sus variadas maneras de funcionar. Sin embargo tenían
algo en común: su voluntad de poder, organizando la lucha contra el enemigo,
persiguiendo a sus simpatizantes, creando tribunales
populares, administrando la vida cotidiana en sus localidades, encargándose del
abastecimiento de víveres para la
población. Eran una especie de gobiernos en miniatura. G. Munis los llamó
“comités-gobierno”, para reflejar su decidida voluntad de implantar un nuevo
orden revolucionario
“El hombre
común tuvo pues, la impresión de que no sólo era el amo de las
empresas abandonadas, sino también de las instituciones municipales o privadas
abandonadas o paralizadas” (VICTOR ALBA “El obrero colectivizado”
pág. 73).
En pocas
semanas, el instinto revolucionario de los trabajadores realizó las tareas
democráticas pendientes que la República no había podido, o no había querido,
completar en sus cinco años de existencia. Los militantes obreros de base no
dudaron en ejercer el poder de la dictadura revolucionaria a nivel local, que
sus dirigentes rechazaban.
Es este
carácter espontáneo el que pone en evidencia el carácter socialista de la
revolución española.
“De todas las
alternativas posibles, escogieron la que mejor reflejaba sus deseos y que les
parecía que respondía a sus intereses: convertirse en los amos. En la calle, millares
de obreros tenían armas. En el lugar del
trabajo tendrían las fábricas. Sin las armas, eso no hubiese sido posible.
Con las armas solas, nada habría cambiado. Los trabajadores, sin necesidad de
que nadie les diera instrucciones, comprendieron que las
dos cosas estaban relacionadas” (VICTOR ALBA, “El obrero... pág. 65).
Algunos
historiadores han criticado la labor de los comités por los excesos cometidos.
Sin embargo es necesario analizar los hechos dentro del marco de una situación
de vacío de poder estatal, en medio de una guerra, proclive a que se desatara
el odio acumulado por siglos de explotación y de miseria: Con frecuencia los
comités revolucionarios chocaron con la incomprensión, sino hostilidad de sus
dirigentes. No hubo ningún partido o sindicato, dispuesto a convertirlos en la
estructura básica del poder revolucionario, como había pasado con los soviets
en Rusia. Los socialistas de izquierda se dejaban arrastrar por la oleada, pero
no estaban dispuestos a romper su alianza con los republicanos, para precipitarse
hacia la revolución. Sin criterios definidos, su máximo dirigente, Largo
Caballero, esperaba que el agotamiento de sus socios les entregaría el gobierno
como una fruta madura. Los comités no dejaban de ser
un mal menor que había impedido la victoria inicial de los sublevados,
pero que debían desaparecer para dar paso a una nueva República
reconstruida. Los comunistas negaban contra toda evidencia el carácter
socialista de la revolución, y consideraban que los comités eran el fruto de
los excesos radicales de las masas engañadas por la demagogia
anarcosindicalista y poumista. La CNT y la FAI abogaban por la esencia
sindicalista de la revolución. En su esquema, los comités no jugaban ningún
papel concreto. Los sindicatos eran los verdaderos canales de expresión de los
trabajadores.
Algunos
políticos de la época afirmaron que las estructuras soviéticas eran
extrañas al carácter de la revolución española. Si observamos la naturaleza de
los comités observaremos muchas similitudes. Entre ellas su vocación de poder.
¿Cuáles eran entonces las diferencias? Principalmente
su incapacidad para transformarse en un poder estructurado de abajo hacia
arriba. Pero esto no era algo innato en ellos, sino una consecuencia de la
negativa de las organizaciones obreras
a transformarlos en la piedra maestra del poder revolucionario. El
espontaneísmo había alumbrado el nacimiento de los comités, al calor de la
revolución, pero hacía falta algo más para que pudieran dar el salto
cualitativo que los habría llevado del poder local, a convertirse en un
verdadero poder estatal. En algunas zonas los comités llegaron a crear
coordinadoras, pero estos casos fueron en realidad la excepción que confirma la
regla. El paso a una federación estatal estaba bloqueado. Aunque los militantes
de base se aferraran a sus comités y desconfiaran de las llamadas de sus
dirigentes a aceptar la autoridad del gobierno, no podían oponerse
indefinidamente sin enfrentarse también a sus propias organizaciones.
“Así también,
poco a poco, los comités dejaron de ser verdaderos organismos revolucionarios,
por no haberse transformado en 'comités de alianza', en los cuales la acción de
los obreros y de los campesinos, a medida que nos alejamos de las jornadas
revolucionarias y del ejercicio del
poder en la calle por los trabajadores en armas, se dejó sentir cada vez
menos, y en los cuales, por el contrario, la influencia de los aparatos de los
partidos y sindicatos se volvió preponderante”.
El triunfo
inicial de los revolucionarios en la mayor parte del país dio lugar a un vasto
fenómeno que transformó la sociedad española. Sin embargo la victoria no había
sido total y el ejército sublevado empezó a tomar posiciones. La revolución
ahora también había que defenderla en el campo de batalla. En pocos días, se
formaron milicias que sustituyeron al ejército. Su origen improvisado reflejó
también las aspiraciones y la conciencia de
la vanguardia obrera, sus aspiraciones igualitarias, pero también
sus errores e ingenuidades. Las columnas revolucionarias evitaron
cualquier referencia que recordase al viejo ejército. Desaparecieron
los distintivos de mando, los galones y los saludos militares, los problemas de
funcionamiento, la elección de los mandos... eran discutidos y votados en
asamblea entre todos los milicianos. Para los
interesados en el tema vale la pena recordar la obra de George Orwell:
“Homenaje a Catalunya”. Se cometieron muchos errores e ingenuidades que luego
serían utilizados por los detractores de las milicias para desacreditarlas. Es
incontestable que las milicias tenían que superar sus limitaciones en el campo
de batalla, y para ello tenían que transformarse en un ejército regular. Esas
debilidades fueron utilizadas por sus adversarios para presionar a favor de la reconstrucción
del Ejército Popular Republicano. El problema era que la transformación se hizo
liquidando su contenido. El nuevo ejército carecía de la naturaleza
revolucionaria de las milicias, que reflejaba los deseos de emancipación de la
militancia obrera. El Ejército Popular era un
calco del viejo ejército, mantenía el viejo código militar, los galones
y los privilegios de los mandos, se prohibieron las asambleas y también toda
actividad política en sus filas, la autoconciencia revolucionaria de los
milicianos fue sustituida por la disciplina ciega del ejército tradicional. A
pesar de todo nadie puede negarle a las milicias
es que fueron ellas las que impidieron una victoria rápida del ejército
franquista, superando con su entusiasmo, sus limitaciones frente a un
adversario mejor armado y organizado.
EL
ESPONTANEÍSMO ECONÓMICO
Si resulta
sorprendente el alcance y la profundidad de la obra revolucionaria de los
trabajadores, resulta tanto o más observar las consecuencias que tuvo en el
campo económico. Es en este campo donde mejor queda demostrado el carácter
socialista de la revolución española. La
clase obrera y los campesinos sin tierra iniciaron por su propia cuenta un
vasto movimiento de expropiaciones y de colectivización de la economía. Una vez
más, los partidos y sindicatos no jugaron ningún papel en los primeros
momentos.
“En aquel
momento no teníamos la menor intención de ocupar, expropiar o colectivizar
ninguna fábrica. Pensábamos que el levantamiento sería rápidamente aplastado y
que todo quedaría más o menos igual que antes. ¿De
qué iba a servir entusiasmarse con las colectivizaciones si todo iba a
terminar otra vez en manos del anterior sistema capitalista” (RONALD FRASER
“Recuérdalo tú y recuérdaselo a otros” (I) pág. 316).
Los partidos
socialista y comunista no eran partidarios de socializar la economía.
Partidarios del Frente Popular, la oleada de expropiaciones, protagonizadas
en muchos casos por sus militantes de base, cuestionaba su política moderada.
Ante el vacío dejado por la huida de los empresarios las colectivizaciones
tenían el mérito de evitar que la república
se hundiera por el desorden económico, pero en el momento de la paz, las
empresas tenían que ser devueltas a sus antiguos propietarios,
siempre que se demostrara que no habían colaborado en la sublevación militar.
El anarcosindicalismo, desorientado por la vertiginosa evolución de la
situación, había aceptado posponer la revolución para el futuro y convivir
(mientras durara la guerra) con el viejo aparato de Estado republicano. Con
esta perspectiva, los objetivos inmediatos eran exclusivamente la lucha contra
los sublevados.
Significativamente
el primer folleto que la FAI publicó en Barcelona no salió a la luz hasta el
día 26 de julio, una semana después del triunfo sobre el ejército. En la hoja
se hablaba de aplastar al fascismo, pero no hacía ninguna referencia sobre la
economía revolucionaria.
“Ni la CNT
regional de Catalunya, ni su federación local, ni la FAI, impartieron en sus
primeras declaraciones, los objetivos de la nueva estructura económica que
había empezado a construirse... fue una obra de completa
espontaneidad” (VICTOR ALBA, “el obrero...”).
Es necesario
conocer como se desarrollaron los hechos para entender el verdadero significado
del espontaneísmo, si pena de caer en exageraciones o idealizaciones que nada
tienen que ver con la realidad histórica.
Acabados los
combates de julio, los sindicatos desconvocaron la huelga general, para que los
trabajadores pudieran volver a sus centros de trabajo y reiniciar la
producción, tan necesaria en aquellos momentos para acabar rápidamente con la
guerra. Con la vuelta al trabajo los obreros descubrieron que la mayoría de los
empresarios, por temor a las represalias, habían huido. Si los antiguos
directivos no se presentaban era necesario
volver a trabajar y constituir una nueva dirección. Sólo días después, al
comprobar que los dueños seguían sin volver y que la producción continuaba,
empezaron a ser conscientes de las consecuencias del
paso que habían dado.
“(Lo que
quería la clase obrera)... era tener el salario asegurado en ausencia de quien
tradicionalmente lo pagaba. Buscó esta seguridad, no en medidas
gubernamentales, sino en sus propias medidas. Los obreros, de momento no
pensaron en ejercer este poder que les daba el tener armas y el haber ganado las
jornadas más que en una cuestión, la de asegurarse el salario del sábado
siguiente”. (VICTOR ALBA, Op. Cit., pág. 62).
La iniciativa
partió de los militantes obreros, seguidos por el resto de los trabajadores.
Los comités encargados de dirigir la producción fueron elegidos en asambleas,
en las que se procuró integrar a los sindicatos minoritarios. Las propuestas
para poner en marcha las empresas partieron de los mismos trabajadores,
mientras que las orientaciones de los sindicatos no llegarían hasta días
después.
“Cada día que
pasaba, la ciudad caía más, bajo el control de la clase obrera. El transporte
público funcionaba, las fábricas trabajaban, las tiendas estaban abiertas, los
abastecimientos de víveres llegaban sin novedad, el teléfono funcionaba también,
el suministro del agua y gas igualmente,
todo ello organizado y llevado, en mayor o menor medida, por los propios
trabajadores ¿A qué se debía que así fuera? Los principales comités de la CNT
no habían dado ninguna orden en tal sentido” (RONALD FRASER, Op. Cit.
(I) pág. 187).
Resulta
extraordinario estudiar los testimonios que hablan de los profundos cambios que
la colectivización provocó en la conciencia de los trabajadores. Los obreros y
los campesinos pobres presintieron que los nuevos acontecimientos significaban
un cambio profundo en sus vidas. Con la derrota de los militares sublevados y
la huida de los patronos llegaba la oportunidad, durante tanto tiempo esperada,
de liberarse de tantos siglos de explotación.
“Era
increíble, era la prueba práctica de lo que uno conoce en teoría: el poder y la
fuerza de las masas cuando se echan a la calle. De pronto todas sus dudas se
esfuman, dudas sobre como hay que organizar a la clase obrera y a las masas,
sobre como pueden hacer la revolución en tanto que no se hayan organizado. De
repente sientes su poder creador. No
puedes imaginarte cuan rápidamente son capaces de organizarse las masas.
Inventan formas de hacerlo que van mucho más allá de lo que jamás hayas soñado
o leído en los libros. Lo que ahora hacía falta era aprovechar
la iniciativa, canalizarla, darle forma”. (RONALD
FRASER Op. Cit. (I) pág. 188).
Los
trabajadores, armados y sintiéndose vencedores, comprobaron que las fábricas
podían funcionar perfectamente sin sus antiguos propietarios. Por primera vez
se sentían que eran ellos mismos los que decidían su propio futuro. Fue este
entusiasmo y la creciente conciencia que despertaba la nueva situación la que
hizo que aquel caos inicial funcionara, como una máquina perfectamente
engrasada.
“En Catalunya
donde yo me encontraba, he visto crearse una industria de guerra
como por arte de brujería... (el proletariado) estaba dispuesto para
realizar este milagro, que pueblos en plena paz y con medios económicos
adecuados no logran realizar en mucho tiempo, y más aún, sin ingenieros en las
fábricas, con solo dos o tres en la comisión de industrias de guerra, y
aquellas fábricas y talleres tan rápida y perfectamente transformados
funcionaban admirablemente, aumentando cada día la producción en términos
insospechados, creándose las más difíciles actividades industriales, gracias a
la iniciativa particular de los obreros catalanes” (FELIPE DÍAZ SANDINO, Diario
personal, pág. 182).
El fenómeno
colectivizador de la industria tuvo su paralelo en el campo. El campesinado sin
tierra vió en la revolución la posibilidad histórica de apoderarse de ella, y
llevó a cabo sus expropiaciones sin esperar las directrices de nadie. En las
zonas latifundiarias del país que habían quedado en el campo republicano y en
los territorios recuperados al enemigo, los campesinos desestimaron el reparto
de la tierra en pequeñas parcelas individuales, totalmente antieconómicas, y
apostaron por la colectivización. La vieja tradición anarquista, y en menor
medida la socialista, influyeron en esta decisión. Algunos críticos sugieren
que las colectividades fueron creadas por la dictadura de los extremistas. Es
cierto que hubo excesos y coacciones en algunos lugares sobre los campesinos
partidarios del repartido individual de la tierra. Pero la acusación se cae por
su propio peso. A partir de la segunda mitad de 1937, cuando la revolución ya
había sido derrotada por los partidarios de la República, las colectividades
fueron agredidas en varias ocasiones. Los campesinos fueron invitados a
abandonarlas para repartirse la tierra de forma individual, y sin embargo las
colectividades sobrevivieron y el gobierno tuvo que dar marcha atrás, so pena
de que la cosecha se perdiera porque los campesinos no estaban dispuestos a
recogerla. Si hubieran sido un invento artificial de los revolucionarios, que
no recogía los deseos y las aspiraciones del campesinado pobre, habrían
desaparecido rápidamente sin dejar huella, y sin embargo, la mayor parte de
ellas sobrevivieron hasta el final de la guerra.
De la misma
forma que en la ciudad, las comunas agrícolas funcionaron de forma asamblearia.
En las reuniones participaban todos los miembros de la localidad, incluidos los
vecinos que habían optado por la vía individualista. Se hicieron gran cantidad
de experimentos, muchos de ellos ingenuos, que reflejaban el deseo de
emancipación y de igualdad de los campesinos. En muchos lugares el dinero fue
sustituido por vales, en la creencia de que éste era la causa de la explotación
y de todos los males de la antigua sociedad. Sin duda se cometieron errores,
pero sí algo quedó demostrado durante sus tres años de existencia es que
funcionaron, y de que llegaron a ser vitales para la economía republicana. Las
circunstancias en las que aparecieron, limitadas en un principio al marco de las
empresas, hizo que nacieran entre muchos trabajadores, no la idea de que las
colectivizaciones pertenecían a toda la nueva sociedad revolucionaria, sino que
ellos eran sus exclusivos propietarios. Algunos calificaron esta actitud
corporativa como “capitalismo popular”. La nueva
estructura económica todavía estaba a caballo entre la vieja sociedad
capitalista y el nuevo orden económico que debía formarse a partir de la
revolución. La falta de un sistema económico socialista coherente hacía que
convivieran colectividades ricas con las pobres, y que esto se tradujera en
diferencias salariales.
Los sectores
más conscientes intentaron corregir la situación, a través de cajas de
compensación, encargadas de redistribuir de forma igualitaria los beneficios de
las empresas, para evitar que se reprodujera la vieja sociedad que acababan de
abolir. También se estructuraron federaciones industriales que pretendían
reorganizar la industria bajo formas socialistas.
Lo que nos
interesa en cualquier caso es determinar el significado, el alcance y también
las limitaciones que el espontaneísmo marcó en las colectivizaciones. Vale la
pena destacar que su principal limitación no era de índole económico, sino
político. No existía un poder que buscara la transformación de las colectividades
en un sistema económico coherente, estructurado, planificado y controlado
democráticamente por los trabajadores. La transformación económica no podía
completarse si no lo hacía también el poder político. Las características del
sistema colectivista no podían ser de otra forma, habían nacido
espontáneamente, en una situación excepcional de guerra y revolución. Los
rasgos socialistas y autogestionarios forzosamente tenían que combinarse con
las expresiones corporativistas. No podemos especular qué habría ocurrido en el
caso de que la revolución no hubiera sido derrotada. Podemos
especular, pero eso, en cualquier caso está fuera de la historia.
La revolución
española es una cantera extraordinariamente rica para el estudio del
espontaneísmo como fenómeno histórico. Este trabajo es tan solo una pequeña
aproximación al tema, que en el futuro debe de ser desarrollado por los nuevos
historiadores. A través del proceso revolucionario nos encontramos hechos y
situaciones que nos llenan de estupor y de admiración. La espontaneidad nos
permite comprender sin ninguna clase de filtros la verdadera conciencia de los
trabajadores que vivían en aquel lugar y en aquel momento determinado. Cuales
eran sus deseos y aspiraciones. Podemos comprender la naturaleza, el alcance y también los límites de la obra
revolucionaria. En cualquier caso, sean cuales sean las conclusiones que
extraigamos de su estudio, es una cura de humildad para los historiadores, y
para todos aquellos que de una forma u otra, nos sentimos comprometidos con la
lucha por una sociedad más humana y más justa.
Barcelona, 30
de marzo de 2001
Enric
Mompó Universidad de
Barcelona
* Balance. Cuadernos de historia; hbalance@wanadoo.es; http://es.geocities.com/hbalance2000